Manolo Royo se está volviendo a reencarnar. Está cogiendo unos kilos que se niegan a abandonar su escondite bajo su piel volcánica, a juzgar por las erupciones que padece. Aunque sufre más con los acufenos, ya que un artista no puede estar escuchando pitos de forma constante. Asegura haber estado ya antes en este mundo, por lo menos en un par de ocasiones, acepta haber sido centurión romano de nombre Casio, de ahí su pasión por los relojes y mongol y haber atravesado el desierto del Gobi a caballo, que terminó comiéndoselo ante la falta de previsión allá por el año 1151. La última vez que volvió lo hizo en Caspe (Zaragoza) a mediados del siglo pasado. Creció lenta y tímidamente, llegando a alcanzar el metro sesenta y seis, cosa de la que se siente muy orgulloso, ya que tomaron su medida para crear el euro. Estudió lo suficiente como para saber dónde queda el Cabo de Gata, aunque le gustan más los perros. Manolo ha escrito casi tanto como hablado y actuado, y eso que lo ha hecho en distintos soportes. Sus más de doce libros publicados van sembrando las librerías y estanterías de los que gustan de su humor. Hoy, recién estrenado los sesenta, aún sigue soñando con ser payaso.